«Lo siento, Cristóbal, de verdad lo siento… Le juré a mi padre que tampoco serían felices, pero no conté con que tú fueras así, que… te amaría como lo hago. Por eso no tomé posesión, por eso no pude seguir. Ojalá algún día me perdones y comprendas lo mucho que te amo».
Esas malditas palabras lo despertaban, si bien ya no cada noche, desde hacía un año, cuando logró recuperar a su hermana después de toda aquella atrocidad, sí algunas veces. Y es que cada vez que esa mujer aparecía en su mente, así, sin ser solicitada, mucho menos invitada, la ira lo carcomía, el odio y el rencor lo corroían.
El daño que les hizo fue irreparable, sobre todo a ella, a Andrea. Maldición, la odiaba con toda su alma y deseaba eliminar la huella que dejó el paso en su vida. ¿Cómo olvidar que asesinó a sus padres? ¿Cómo dejar atrás las humillaciones, maltratos y vejaciones a las que sometió a su hermana? ¿Cómo sacar de su mente el hecho de que se enamoró de aquel monstruo, que se casó con ella, que… destruyó toda su vida con ese asqueroso plan? Que vivió doce años de mentiras. ¿Cómo?
Se sentó sobre aquella mullida superficie apretando la quijada. A pesar de que tenía aire acondicionado, sudaba. Se frotó el rostro. Ojeó el reloj que tenía sobre la mesa de mármol negra. Las cinco de la mañana. Se dejó caer sobre las sábanas blancas, resoplando. ¿Es que nunca terminaría eso? Ya no la amaba, no desde hacía un buen tiempo, y de hecho ya dudaba lo hubiera hecho en realidad en algún momento, lo cierto era que lo creyó así durante años y parecía estar decidida a recordarle infinitamente los errores del pasado, su debilidad y su estupidez.
Giró el rostro y encendió la lámpara. Ahí, a un costado del reloj, la foto de su Pulga junto con Fabiano, su sobrino. Sonrió dejando de lado aquel malestar que le provocaba pensar en esa alimaña.
Su hermana Andrea había dado a luz a un chico sano y grande hacía un mes. En cuanto supo que ese pequeño llegaría, voló a Córdoba, lugar donde fue el nacimiento, pues su residencia fija era en una hacienda de Veracruz; así que cuatro semanas antes de que Fabiano llegara a este mundo, Matías y ella, se trasladaron ahí para evitar cualquier situación que pudiera requerir mayor infraestructura médica. Así que, sin perder el tiempo, apareció en aquel lugar listo para conocer a su sobrino.
Su cuñado y mejor amigo, mostró una tranquilidad atípica, porque lo cierto era que todo lo concerniente a ella siempre lo alteraba, o, mejor dicho, lo preocupaba, ese hombre vivía para ver feliz día y noche a esa joven que adoraba.
Volvió a sonreír. Eso sí era amor, esos dos pasaron por cosas espantosas y al final, lo que sentían hizo que sus heridas sanaran y no solo eso, sino que fortaleció lo que ya de por sí era de acero.
Un día más y al parecer debía comenzarlo un poco antes de tiempo…
Se levantó sin remedio, sabía que después de esas pesadillas el sueño no regresaba, así que se tomó un vaso de agua y se dirigió a la habitación donde tenía aparatos para ejercitarse y que contaba con esa asombrosa vista a la Ciudad de México, aún oscura, gracias a sus enormes ventanales.
Un pent—house en ese altísimo edificio fue su elección cuando vendió aquella casa que le hacía revivir cada dos segundos lo imbécil que fue por confiar en esa mujer. Pero nunca más. A su corazón y su alma jamás volvería a escucharlos, no cuando lo alentaron a, sin saberlo, ser partícipe de la infelicidad del ser que, junto con Fabiano, más amaba; su hermana. No, no confiaba en ellos y eso era lo mejor.
Se cambió de ropa ahí mismo, prendió el televisor y comenzó a trotar en la caminadora mientras escuchaba las noticias en CNN Internacional. A las nueve en punto le recibieron el Jaguar XJ uno de los empleados del conglomerado que solían hacerse cargo de su vehículo cada mañana, mientras el jefe de su escolta personal lo seguía a distancia reglamentaria.
Saludó al guardia con gesto frío mientras este le abría el ascensor marcando el número al que sabía se dirigía.
—¿Carolina te dijo que carriola deseaba? —cuestionó a Roberto, su escolta. Este asintió a su lado. Esa no era parte de su labor, no obstante, su asistente no era la indicada para la tarea y su jefe de seguridad contaba con personal a su cargo, por lo que gestionar la adquisición de algo como eso no era problema. Ya se encontraban solos. Solía acompañarlo hasta la última planta donde estaba su despacho y ahí se ponía de acuerdo con su mano derecha para empatar las citas del día.
—Sabe que no es fácil esa mujer —bufó—, pero logré que Blanca le sacara la información —confesó con tono serio, aunque orgulloso. Cristóbal sonrió sacudiendo la cabeza. Sí, era testaruda y además de Andrea, que hacía lo que quisiera de él, Caro también era la otra mujer en la que confiaba, pues llevaban años laborando juntos y le demostró siempre ser leal y recta, sobre todo en aquel momento donde todo se desmoronaba, sin remedio, como un castillo de naipes que al soplarle no tarda en caer por completo.
—Si lo sabré yo. Bueno, encárgate de que tenga la más equipada y cómprale, no sé, todas esas cosas para bebés —le pidió revisando su correo electrónico. Era un adicto al trabajo, más aún desde que todo eso ocurrió. Roberto asintió con formalismo. Se llevaban muy bien. Su relación laboral comenzó desde que Mayra, la exesposa de Cristóbal, entró a prisión. Por obvias razones despidió a todo el equipo anterior y ese hombre fue recomendado por Gregorio, su abogado y hombre de absoluta confianza. Así que dos años era el tiempo que llevaba de conocerlo en los cuales, si bien no intimaban, pues él no lo hacía ya con nadie, sí mantenían esa corta distancia que se debía tener con alguien tan vital para su seguridad.
—Cuente con ello. Aunque créame, tiene tiempo.
—Lo sé, pero prefiero que ese pendiente desaparezca. —Así era; controlador, planeador, nada podía salir de ese horario que se estipulaba, de lo que debía y tenía que ser.
—Buenos días —Lo saludó una chica rubia, de rasgos suaves justo cuando entraba a su despacho. Caro, su asistente, a pesar de rondar los seis meses de embarazo se mantenía delgada y aunque fatigada, era la mejor en lo que hacía.
—¿Qué tal la mañana? —preguntó su jefe mientras se servía café en su taza de siempre, que se encontraba a un costado de la entrada de aquel inmenso y moderno lugar.
—Los mismos kilos, pero más cansada —admitió su asistente, sonriente, mientras bebía zumo de naranja que solía llevar para que la presión se mantuviera en sus niveles adecuados, según ella. Cristóbal sonrió negando.
—Creí que todas las embarazadas comían y dormían —expresó bromeando, dirigiéndose a su silla que se encontraba tras un enorme escritorio de vidrio grueso. Ella volcó los ojos, como siempre, y Roberto hablaba por el celular. Rutina.
—En la época de nuestras abuelas, ahora es distinto y lo sabes, Andrea apenas si subió —le recordó fatigada pero sonriente. El hombre se recargó en el respaldo de su mullida silla con desgarbo sorbiendo de aquel líquido caliente que jamás debía faltar en su sistema a esas horas de la mañana y la observó asintiendo. Ella era bonita, agradable y asombrosamente inteligente. Llevaba casi ocho años de matrimonio, a sus treinta y dos años decidió buscar su primer hijo, cosa que trastocó no solo la vida de esa buena y eficiente mujer, sino la propia también.
—Ahora ustedes son las expertas —la provocó enarcando una ceja con burla. Gozaba molestándola.
—Deja mi barriga en paz y comencemos —lo regañó rodando por enésima vez los ojos. El hombre asintió irguiéndose. Solo ella se atrevía a dirigirse de esa forma a él, nadie, en ningún momento tendría ese tipo de contestaciones, pero más de siete años juntos, le daban ese derecho.
Después de quince minutos de breve reunión, su jefe de seguridad los dejó solos. Ambos revisaban en las tablets la información sobre la compra de una conocida cadena de hoteles en Quebec. Si todo salía bien, en un par de semanas volarían para allá y el trato quedaría cerrado.
Entre muchas cosas más, Grupo Nord—Sud, —nombre francés que portaba el conglomerado gracias a su abuelo que decidió llamarlo así pues su madre era de aquel país— contaba con cadenas hoteleras de gran nivel. El negocio consistía en buscar hoteles con potencial que tuvieran problemas financieros. Los compraban y los posicionaban nuevamente para venderlos en la bolsa de valores a precios exorbitantes, pero justos.
—Carolina —la nombró cuándo terminaron de ponerse al día. La rubia lo miró esperando la siguiente orden. Al ver el rostro de su apuesto jefe, supo que no era estrictamente laboral lo que le diría—. ¿Estás segura de que podrá? ¿Cuánto tiempo te falta exactamente? —la cuestionó frotándose la masculina barbilla.
La mujer rio sacudiendo la cabeza. Sabía bien a qué se refería o, mejor dicho, a quién. Resopló y dejó la tablet frente a ella apoyando su adolorida espalda en el respaldo. El día anterior le hizo la misma pregunta y por supuesto conocía mejor que nadie la respuesta, estaba segura de que incluso mejor que su marido.
—Tres meses, Cristóbal. Los mismos que ayer y anteayer. —Al escucharla entornó los ojos. Ese hombre era de armas tomar, poderoso, firme y de un par de años a la fecha, todo un témpano de hielo. Pero ¿quién lo podía juzgar? Lo que vivió fue atroz, abominable en realidad y peor aún, de conocimiento público, por lo que se tornó, con el tiempo, reservado, toda una caja de seguridad. No obstante, ella no le temía, llevaba siendo su asistente personal desde hacía un buen tiempo en el cual le demostró su incondicionalidad y lealtad en todo momento, cosa que él, su jefe, sabía apreciar después de todo lo ocurrido con aquella monstruosa mujer.
—Tú tienes la culpa de mi ansiedad, esa chica que elegiste, ya sabes… No termina de convencerme —le recordó molesto. Carolina dejó salir un suspiro cansino, perdió la vista en el cielo y otros edificios igual de altos que se ubicaban en aquella impresionante ciudad.
—Es la mejor para cubrirme, además, solo serán tres meses —murmuró conciliadora—. Lo hemos estado discutiendo casi a diario, estará lista. Y después de eso se irá al departamento de Finanzas, ahí hace falta la presencia de alguien así, sabe lo que hace.
—Me lo has dicho, pero no sé. Es… irrespetuosa —declaró arqueando una ceja.
—Y tú no fuiste el más cortés, además, esa es una de las razones por las que decidí que era la indicada; no te dirá lo que deseas escuchar. Necesitas a alguien con iniciativa, no una veleta que se ponga a llorar al primer problema o peor, cuando te molestas.
—¿Estás diciendo que soy un antipático? —preguntó serio.
—A veces y lo sabes… Cristóbal, no me lo hagas más difícil. El proceso para elegirla fue una tortura, dijiste que confiarías en lo que decidiera. Ya la investigaron, sé que ella es la indicada para sustituirme. —El hombre dio otro trago a su café observándola por detrás de la taza con esos asombrosos ojos verdes que podían frenar a cualquiera por la advertencia que de ellos emanaban. Odiaba, temía y aún estaba lleno de ira, de coraje y eso se notaba.
—Bien, no diré más. Será tu suplente, pero a partir del lunes la quiero en las juntas y que entre aquí cuando tú lo haces. Si no la veo interactuar, ¿cómo podré creerte? Dos meses para que conozca mejor el ritmo de trabajo me parece adecuado.
—Es buena idea, de hecho, creo que ya es momento. Lo que debe hacer afuera ya lo domina, e incluso Hugo la ha podido capacitar un poco para el otro puesto. Aprende muy rápido y nunca para.
—Pues eso quedará de lado hasta que tú regreses, no quiero que esté en otra cosa, Jimena y Blanca no podrán con todo, ella debe ser tú si es posible —sentenció. La mujer entornó los ojos.
—En la medida que confíes en esto; funcionará, pero si cada vez que la ves pasas de largo como haces, será complicado y no capacitaré a nadie más. Así que decide —amenazó. Cristóbal se levantó algo enfadado, no comprendía por qué esa chica nueva lo irritaba, lo molestaba, lo… ponía en tensión desde el primer momento que la vio dos meses atrás.
Perdió la mirada en el cielo brillante, la capa de smog desde ahí era bastante nítida; una nata oscura cubría la ciudad y, sobre ella, azul coronado por la luz dorada del sol que ya estaba en todo su apogeo. Lo de diario.
—Bien, tú ganas. Y espero que no te estés equivocando —soltó con un deje de ultimátum. Caro negó comprendiéndolo; era desconfiado y asombrosamente hermético. ¡Maldita mujer!, se llevó consigo todo lo que solía ser de Cristóbal, que si bien, no era la felicidad personificada, tampoco era taciturno y duro como lo era ahora.
El resto del día fue ir y venir, llamadas, inversiones, todo igual, sin fallos, sin diferencia, sin error. Así era su vida, así era como debía ser. Para terminar a las nueve de la noche fatigado, listo para nadar en la piscina de su apartamento y dormir hasta el día siguiente si esa «maldita» no osaba aparecer en sus sueños arruinándolo todo como solía.
Salió de su despacho, frotándose el puente de la nariz, con su tablet y celular en mano. Ya los empleados se habían ido, incluso Carolina, las siete y media era su hora de terminar turno y si no era indispensable, no le agradaba que nadie se quedara más tiempo del necesario.
El ordenador de su asistente estaba aún encendido y había papeles frente al aparato. Arrugó la frente al percatarse y de pronto escuchó unos tacones marcar con paso ligero su llegada. Elevó la vista.
Ella.
La chica iba con un par de carpetas pegadas a su pecho.
—Buenas noches —saludó la joven, sin temor, con la cabeza alta y mirándolo directamente a través de sus ojos marrones. Cristóbal sintió nuevamente esa sensación molesta. Era bonita, demasiado tal vez, de rasgos finos, no muy alta, delgada y solía llevar su cabello castaño en una coleta formal, pero no apretada y un flequillo casual por lo que se la veía siempre natural, fresca, sencilla.
—Creo que la hora de salida ya pasó —expuso con voz autoritaria. Ella asintió mostrando una mueca que pretendió ser una sonrisa con aquellos labios no muy carnosos levemente pintados de color melocotón. Iba enfundada en un vestido ajustado, aunque recatado, que resaltaba su figura de una manera que lo puso en tensión. Nada nunca parecía alterarla.
—Lo sé, pero Carolina se sentía fatigada y me ofrecí para terminar algunas cosas que eran importantes —explicó con esa voz serena, pacifica, pero cargada de firmeza. Avanzó y dejó las cosas sobre la superficie sin titubear.
Mierda. Esa era lo que lo irritaba, en general todos temblaban, lo veían y hasta se enderezaban, por no decir que se desvivían por agradarlo. Sin embargo, esa mujer pasaba de largo y nunca se mostraba intimidada.
—No me agrada que el personal esté más tiempo del que debe —declaró serio, observándola sentarse frente al ordenador, relajada.
—También lo sé, pero debo terminar y dudo que le parezca buena idea que esto no quede listo para la junta que tiene mañana con la nueva cadena de restaurantes que desea adquirir —argumentó moviendo el ratón de la computadora con delicadeza. Cristóbal apretó los dientes dándose cuenta de que nuevamente se sentía irritado, ni siquiera lo miraba. ¡Carajo!
—Detecto ironía en su tono y debe saber que no me agrada —rugió por lo bajo, contenido. La joven pestañeó elevando la vista hasta él, confundida.
—Jamás me permitiría hacer tal cosa. Le estoy diciendo lo que debo hacer y la razón por la que aún no me he marchado. En cuanto concluya con esto tenga por seguro que me iré —aclaró. Cristóbal se sintió un estúpido. Respiró hondo asintiendo. No haría un problema, estaba agotado, era probable que de verdad no hubiese querido decir así las cosas.
—Estará en esa junta. Así que, sí, espero que quede todo bien. Buenas noches —sentenció. Su nueva asistente no pudo evitar abrir los ojos un tanto asombrada, esa era la primera vez que él le pedía algo. No le temía, pero debía reconocer que era un hombre imponente y aunque no era una mujer insegura o temerosa, hacía que sus sentidos se alertaran de inmediato con su sola presencia. Escondió con rapidez el sentimiento y asintió levemente.
—Buenas noches, señor —se despidió con formalidad. Una vez que dejó de escuchar sus ligeros pero decididos pasos. Soltó el aire y colocó la frente sobre la superficie de cristal. Ese tiempo junto a él sería difícil, peor que eso, una pesadilla, pero no se rendiría. Necesitaba ese trabajo y, además, si lograba sortear su carácter agrio tendría el puesto deseado y las preocupaciones financieras debido a la situación que vivía ya no serían más.
Sonrío optimista. Sí, todo iría bien; era tenaz, inteligente y decidida, estaba preparada y el esfuerzo de sus abuelos lo haría valer a como diera lugar. Por otro lado, la atención médica de su abuela estaba bien cubierta desde que ingresó y eso lograba que vivieran más tranquilas. Podría con ese hombre que, aunque en parte comprendía su conducta, no le quitaba lo pedante.
Sí, era un guapo pedante, bueno, un pedante muy guapo en realidad tonteó un poco.
Sacudió la cabeza reprendiéndose. Ni ella estaba para eso, ni jamás se metería con un tipo como él, recordó torciendo la boca como solía hacer cuando se encontraba pensativa.